En el Concilio de Rímini (Italia), el emperador CONSTANCIO II intenta imponer una fórmula de fe que afirma que el Hijo es «solamente semejante», no igual o consubstancial al Padre. Pero los obispos se oponen, reafirmando el símbolo de Nicea. Sin embargo, en un nuevo sínodo, celebrado, en la misma fecha, en la Tracia, CONSTANCIO II consigue, a fuerza de amenazas, hacer suscribir una fórmula aún más errónea que la propuesta en Rímini. Estos conflictos siembran la división dentro de las propias Iglesias locales. Antioquía, por ejemplo, llega a tener hasta cinco comunidades, cada una con su obispo; así están representados todos los matices teológicos.
