A mediados de la década de los 80, los republicanos -aglutinados en torno al popular general Georges Boulanger- hacen en Francia frente a la oposición de monárquicos, bonapartistas y ultranacionalistas.

Francia ansia el desquite con Alemania y por un momento cree contar con el hombre adecuado para llevarlo a término. En 1886 es nombrado ministro de la Guerra Georges Boulanger. Es popular entre los soldados porque se preocupa de su bienestar y porque mejora sus condiciones de vida. También es un brillante orador y, a caballo, presenta un aspecto impresionante. De hecho, da origen a la expresión “un hombre a caballo”, que designa a un jefe de aura napoleónica capaz de conducir a la victoria en virtud de su genio personal. Boulanger alcanza tal popularidad entre los nacionalistas y los conservadores, e incluso entre no pocos liberales, que el gobierno empieza a considerarlo peligroso. Aboga abiertamente por incrementar el poder del gobierno, y parece claro que se imagina a sí mismo desempeñando un papel napoleónico. En consecuencia, será cesado como ministro de la Guerra y expulsado del propio ejército.

El ex ministro de la guerra, Georges Boulanger, es elegido en Francia para la Cámara de Diputados (febrero de 1888). Coincidiendo con la dimisión de Grévy, el general Boulanger propugna una política nacionalista, frente a Alemania, lo que le vale el apoyo conservador, pero no sabrá adueñarse del poder.

A finales de enero de 1889 la situación ha alcanzado en Francia un punto en el que las muchedumbres, a favor de Georges Boulanger, claman por un golpe de Estado. Pero Boulanger es un hombre vacuo: todo apariencia y nada de sustancia. Cuando realmente llega el momento de hacer algo, no puede, y el momento mágico pasa.

El clamor en favor de Georges Boulanger cesa de inmediato, y el 1 de abril de 1889 abandona Francia y se traslada a Bruselas, donde poco después se suicidará sobre la tumba de su amante. Tras el fracaso de Boulanger, no hay oportunidad alguna para una restauración monárquica en Francia. El Papa León XIII, hombre razonable, se da cuenta de ello y toma la iniciativa de reconocer la República francesa. También adopta la actitud de que todo gobierno establecido que haya demostrado que puede regir el país, es legítimo y debe ser aceptado. Pero no todos los católicos se muestran de acuerdo con ello.