Los trece estados de Norteamérica debaten con el máximo ardor como deben organizarse, si de manera “centralista” o “federal”.


De acuerdo con la Convención Constituyente de mayo de 1787, en la Asamblea Constituyente que llevan a cabo los trece estados en Norteamérica, se debate con el máximo ardor como deben organizarse, si de manera “centralista” o “federal”. Al principio, se piensa en una unión laxa de Estados individuales dotados de amplia autonomía. Pero George Washington, que goza de gran reputación, profetiza: “El rechazo de los Estados particulares a delegar un poder suficiente en el Congreso significará nuestra ruina como nación”. Al final se acuerda la creación de un Estado federal con un gobierno central y un parlamento bicameral: la Cámara de Representantes, elegida por el pueblo, y el Senado, en el que cada Estado estará representado por dos senadores. Aquella autoridad legisladora -el poder “legislativo”- tendrá frente a sí otro con capacidad de ejecución -el “ejecutivo”-, independiente del Parlamento y encabezado por un presidente fuerte. El poder judicial estará constituido por el Tribunal Supremo federal, encargado de velar por el cumplimiento de la constitución y las leyes. De ese modo, los “Padres fundadores” aplicarán por primera vez de manera consecuente el principio de la división de poderes ideado por el francés Montesquieu.