Atenas nunca podrá restablecerse por completo de las cuantiosas pérdidas humanas, navales, económicas y diplomáticas que le ha representado la guerra en Sicilia. Pero más grave es la alianza de Esparta -siempre asesorada por Alcibiades- y Persia. El Tratado de Mileto pone a disposición de Esparta el tesoro de Persia, dándole la supremacía financiera.

La flota ateniense, estacionada en Samos se niega a aceptar el nuevo régimen y, olvidado su todavía fresco transfuguismo, es llamado Alcibíades que es nombrado estratega del ejército con la esperanza de atraerse la amistad persa. Esto provoca la rápida caída del régimen de los cuatrocientos (que sólo ha durado cuatro meses). Poco después, la flota ateniense vence a la espartana en el Helesponto (Batallas de cabo de Cinosema y de Abido).

En Atenas, las imposiciones fiscales necesarias para financiar las continuas guerras hace que la gente acomodada se conviertan en aliados conscientes o inconscientes de los grupos oligárquicos de la polis. Estos grupos, puestos de acuerdo con Alcibíades, que ahora está reñido con Esparta, reciben la promesa del oro persa (Tisafernes) si derriban la democracia. La promesa, aunque falaz, basta para desencadenar un golpe de Estado. La asamblea aterrorizada, confía el poder a un cuerpo de cinco mil ciudadanos que debe ser constituido en un futuro por un consejo de cuatrocientos oligarcas. Este gobierno ofrece la paz a Esparta.

Las acciones se han trasladado a Asia Menor. Allí los jonios ven fluctuar su suerte entre los persas, que ansian recuperar sus colonias griegas; los lacedemonios, a quienes no les importa entregar éstas al Imperio aqueménida; y los atenienses, erigidos en los defensores de Jonia para resucitar la maltrecha Liga de Delos y su economía. La flota ateniense, en 410 aC., inflige una contundente derrota a los lacedemonios en Cízico. Esparta propone la paz pero el partido de Cleofón, en Atenas, la rechaza.

Esparta opone a Alcibíades un estratega tan hábil como él, Lisandro, quien además consigue afianzar una alianza definitiva con Persia gracias a sus buenas relaciones con Ciro el Joven. De nuevo Esparta ostenta la supremacía financiera. Atenas pierde, en la fecha, el combate de Notión ante Lisandro. Alcibíades es depuesto acabando con él toda esperanza para los suyos, aunque demagogos como Cleofón insisten en que Atenas debe continuar la guerra.

Atenas, nuevamente vencida en la batalla de Mitelene, reacciona, reorganiza su armada y, en 406 aC., Conón, el flamante jefe militar de los áticos, se impone al lacedemonio Calierátides en las islas Arginusas. Los espartanos ofrecen de nuevo la paz. Vuelve a oponerse a ella la facción belicista de Atenas. Para su desgracia, una tempestad hunde una porción importante de su escuadra inmediatamente después de la victoria. Los generales vencedores son condenados a muerte en Atenas por no haber recogido a sus muertos tras la batalla, a causa de dicha tormenta. Además, el astuto Lisandro, apartado temporalmente del poder en Esparta, vuelve a encabezar las fuerzas lacedemonias.

Lisandro traslada el teatro de operaciones al Helesponto para interceptar los víveres que la capital del Ática recibe de sus colonias en el mar Negro. Allí, entre Tracia y Frigia, asesta un golpe terminal al enemigo en el verano de 405 aC, posteriormente, captura -ayudado por el oro de los persas- a casi toda su armada en las proximidades de Egospótamos y finalmente -al mismo tiempo que lo hace el rey Pausanias de Esparta- se encamina a Atenas, que a estas alturas ya no tiene hombres, naves, tesoro ni aliados con que hacer frente a Esparta.

Con una cruel parsimonia, Lisandro no ataca la ciudad de Atenas. Prefiere sitiarla para que sea el hambre la que de cuenta de sus orgullosos rivales.

El cerco de Atenas dura tres meses. Desfallecidos, los atenienses claudican en abril de 404 aC. en condiciones humillantes. Han perdido la guerra del Peloponeso, y con ella su flota, el honor nacional y la supremacía en el mundo griego. Por influencia de personajes como Cleofón, la polis ha rechazado las propuestas de paz que Esparta le ha ofrecido. En esta ocasión ha tenido que capitular en condiciones vergonzosas. El adversario se apropia de toda su flota, a excepción de una triste docena de naves. Atenas se ve forzada a derribar sus murallas, a sustituir su democracia por una oligarquía y, por supuesto, se la obliga a secundar a sus exterminadores, los lacedernonios, ante cualquier eventualidad. Su glorioso imperio, aquel que había soñado extender al Mediterráneo entero, queda minimizado a las escuetas fronteras originales, la modesta región del Ática.

Esta guerra, en sus 27 años de duración ha reportado a Grecia ingentes pérdidas de hombres y de riquezas y la ha hundido irremediablemente. Paradójicamente, los únicos que han salido bien parados de todo ello han sido los persas aqueménidas que, después de esta absurda guerra, controlan el Egeo oriental que no supieron ganar en el campo de batalla cuando se desarrollaron las guerras médicas. La del Peloponeso, en definitiva, constituye una conflagración no sólo estéril, sino también contraproducente. Como si la Grecia clásica, llegada a su máximo esplendor, hubiera decidido suicidarse.