Una «segunda» persecución se extiende contra los cristianos en ciertas provincias del Imperio. El motivo para esta persecución es el mismo de siempre: la sospecha, el recelo. Los cristianos se ven obligados a «enterrarse», casi literalmente. Los únicos lugares relativamente seguros son las catacumbas, cementerios subterráneos. Allí asisten a la misa, alumbrados por lámparas de aceite y temblorosas velas. Por eso, desde entonces, dos velas almenos iluminan el altar, mientras se celebra la santa misa, en recuerdo de los fieles de las catacumbas y de cuantos han sufrido persecución a lo largo de los siglos. En las catacumbas entierran, también, a los mártires. Así se inicia la costumbre de colocar las reliquias de algún santo en el ara de nuestros altares. (Hoy en día es dudoso que existiera una persecución general contra los cristianos en tiempo de DOMICIANO. Los casos que se conocen de persecución en esta época son más por cuestiones políticas que no religiosas).
